Hacen fila para tocar la nariz de un perro que reluce de tanto ser frotada. Es un contacto sutil y al pasar que trae suerte, según la leyenda. Si la demanda es alta también se puede palpar -con idénticos fines de buena fortuna- el mango de un revólver o el vientre de un gallo: ambas superficies están tan desgastadas como el hocico del galgo. Millones de dedos limaron estas protuberancias de bronce camino, por ejemplo, a la Plaza Roja. Y siguen tocándolas. Basta con encontrar un lugar de observación del hervidero-hormiguero para asistir a este show espontáneo de pensamiento mágico. Luego resulta inevitable meditar en el destino de ese gentío que va y viene por andenes y escaleras mecánicas interminables, y que antes de perderse deja las huellas dactilares en la estación de metro Plóshchad Revolutsii.
“El ruso es un pueblo muy supersticioso”, informa Pasha, guía de un paseo que va de descubrir qué queda del comunismo en Moscú. O tal vez de encontrar las escenografías urbanas que contuvieron la dictadura del proletariado desde la Revolución Bolchevique de 1917 hasta la disolución de la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) en 1991. Ese recorrido comienza en la parada de subte concebida para exaltar al hombre y la mujer nuevos: el estadio superior de la especie que debía advenir tras la superación de la lucha de clases. Marineros, campesinos, estudiantes, deportistas y obreros de mirada decidida y aspecto fornido decoran el vestíbulo de Plóshchad Revolutsii. Dicen que Iósif Stalin personalmente seleccionó y aprobó las 80 esculturas de bronce originales para la estación inaugurada en 1938. El resultado es una propaganda del bienestar y la abundancia: promesas de otro régimen caído en desgracia que persisten convertidas en sucedáneos del trébol de cuatro hojas y de la pata de conejo. Así son los designios de las creencias populares y a quien no le guste, mala suerte.
Como en la autocracia
Moscú es una cuestión de fe y no sólo por las iglesias ortodoxas que alegran el cielo con sus cúpulas de cebolla. Pasha, un economista ruso de 27 años armado con una sonrisa nuclear, disecciona con precisión científica las alegorías ocultas en los pliegues de una ciudad que un día fue la meca de la izquierda atea y al día siguiente, todo lo contrario. En ese querer ser, la capital también llegó a plantarse como una Nueva Jerusalén: Pasha dice que la religiosidad alentada por los zares y extirpada por el poder marxista resurgió recargada tras la caída del Muro de Berlín, y que la Iglesia que hoy dirige el patriarca Kirill influye tanto en la marcha del Estado como cuando la autocracia.
CRISTO EL SALVADOR. Peregrinos hacen fila para entrar al templo donde antes estaba la pileta más grande del mundo.
Curvas y contracurvas del “opio de los pueblos” que explican la Catedral de Cristo El Salvador, y la fila a prueba de chaparrones que esta tarde de julio bloquea el ingreso. Allí, donde una multitud espera bíblicamente la oportunidad de hincarse frente a las reliquias de San Nicolás de Bari, Stalin quiso erigir uno de sus rascacielos góticos: un Palacio Soviético terminado con una estatua de Lenin en lugar de la cruz. “Quería demostrar que el comunismo estaba más cerca del cielo que la religión”, observa Pasha. Para ello pasó la topadora por la iglesia original del siglo XIX y hasta excavó los cimientos, pero en el medio estalló la Segunda Guerra Mundial y el dictador se vio obligado a redirigir los fondos al frente de batalla. Hacia el final de la conflagración, otros proyectos distrajeron al líder y el hueco monumental de los cimientos se recicló para transformarse en la pileta pública más grande del mundo. En 1997 y en conmemoración de los 850 años de la fundación de Moscú, la versión contemporánea de la Catedral de Cristo El Salvador abrió sus puertas para beneplácito de los peregrinos y del patriarca Alejo II, antecesor de Kirill en la administración de los asuntos atinentes a las almas rusas.
Contra el lugar común
Pasha asegura que decir lo que se piensa sigue siendo un lujo en el país de Vladímir Putin. Pero él es un privilegiado porque habla idiomas (inglés fluido, español incipiente y otros) y eso le permite salir “al mundo” sin salir de su casa mientras paga la deuda que contrajo para ir a la universidad. Como no quería encerrarse en una oficina ni entrar en una compañía, inventó una empresa de paseos guiados que combinan su pasión por la historia con dos necesidades básicas: trabajo y libertad. El negocio pegó y Pasha ahora se precia de hacer lo que le da la gana o, como se díría en Argentina, de ser “independiente”. Desde esa posición sostiene su pertenencia al club del 20% de compatriotas que disiente con el populismo imperante, y, si bien plantea sus reclamos sin perder la alegría, sabe que no están los tiempos para salir en el diario con su nombre y apellido reales, y un retrato que lo identifique. Pasha es alto y rubio, y carga una mochila de un hombro solo. De vez en cuando saca el teléfono del jean para abrir el archivo de fotografías digitales que le ayuda a explicarse: entusiasmado como si estuviese descubriendo Moscú por primera vez, brinda un tour de seis horas de duración que pasa en un santiamén. Al final lamenta tener que despedirse porque desde luego los restos del comunismo son inabarcables; toma los 3.000 rublos ($ 900) que cobra por sus servicios turísticos y se despide con un “hasta la vista”. Pasha desmiente el lugar común: no todos los rusos son hoscos y de pocas palabras.
La fórmula de la Coca Cola
Ya no se ven banderas rojas en Moscú salvo por las de Kentucky Fried Chicken. Un repartidor de volantes de la franquicia estadounidense intenta captar consumidores de alitas de pollo fritas en la masa que este sábado hace cola para ingresar a la tumba de Lenin -los rusos son los máximos defensores de la espera en hilera-. Es una mañana típica de verano: hay sol, nubes y riesgo de tornado, y llueve con virulencia. En síntesis: una metereología impronosticable. El cielo pasa de un estado a otro y muta de colores con mayor rapidez que lo que progresa la fila.
El Mausoleum que guarda el cuerpo embalsamado del líder revolucionario tal vez sea la primera atracción rusa y la única con entrada gratuita. Todo está fríamente calculado: después de pasar por un puesto de control de seguridad, los visitantes de Lenin llegan al centro de la Plaza Roja, donde está ubicado el edificio amarronado que contiene los restos del jefe bolchevique. En silencio conventual y sin cámaras, el público avanza por un sendero que sigue la muralla del Kremlin hasta llegar a una necrópolis donde yacen las figuras del régimen comunista, desde milicianos de la Revolución de Octubre hasta John Reed, cronista estadounidense de esa gesta, y el astronauta Yuri Gagarin. No todos los íconos gozaron de una posteridad de la misma jerarquía. Algunos fueron a parar a nichos empotrados en la medianera -previa cremación- mientras que otros recibieron sepulturas con bustos y monumentos. Por cierto nadie supera a Vladímir Ilich Uliánov, Lenin, que reina entre sus compañeros muertos.
El camino del cementerio desemboca naturalmente en la entrada del Mausoleum que diseñó el arquitecto Alexey Viktorovich Schusev. El ingreso a la tumba con formato piramidal resulta comparable con el acceso a la bóveda de un banco: al contraste de luz exterior-oscuridad interior hay que sumar la presencia insoslayable de una legión de guardias y vigilantes. Una escalera descendente conduce al recinto que contiene el sarcófago. Allí los tiempos se aceleran: la circulación obligada alrededor del féretro cubierto de cristal no da cabida a la exploración de los detalles. Se ve un cuerpo blanquecino vestido con traje negro, la barba emblemática, los brazos tiesos a los costados, la calva reluciente. No es pacífica la doctrina respecto de cuánto de ese Lenin puede ser considerado el verdadero Lenin. Las dudas, según Pasha, se asientan sobre la leyenda del laboratorio secreto encargado de conservar la magia. Pero la fórmula de la preservación es tan misteriosa como la de la Coca Cola.
LA TUMBA DE LENIN. La necrópolis del Kremlin.
Lenin terminó momificado y encerrado en una pirámide cual faraón contra su propia voluntad. El fundador del Estado soviético quería ser enterrado en San Petersburgo junto a su madre, pero el Politburó pensó que su proyecto lo necesitaba “siempre vivo” y exhibido. Stalin sólo hizo con Lenin lo que en su momento los herederos de los zares solían hacer con sus antecesores fallecidos: embalsamarlos y mostrarlos al pueblo para alimentar el culto personalista y, de paso cañazo, notificar que el gobierno había cambiado de manos, y que, a emperador muerto, emperador puesto. El primer jefe del Partido Comunista es el último beneficiario de este proceso de glorificación póstuma: el cadáver embalsamado de Stalin estuvo ocho años en el Mausoleum pero luego pasó a una de las tumbas grises con fondo de pinos de la necrópolis del Kremlin. Fue uno de los gestos más simbólicos de la campaña de “desestalinización” que instauró el camarada Nikita Kruschev.
Stalin murió en 1953, pero todavía existe una disputa no zanjada sobre el número de sus víctimas fatales: siete millones para los optimistas, 30 millones para los pesimistas y alrededor de 20 millones para los moderados. Pese a este horror inimaginable, el vencedor de la Segunda Guerra Mundial está en ascenso. “Es la figura más popular de la Rusia de hoy”, informa Pasha en función de las últimas encuestas de opinión pública. Cuanto más sube la imagen de Stalin, más baja la de Mijaíl Gorbachov, el político que firmó la defunción de la Unión Soviética.
El aparato se mantiene
La Lubyanka es un espejismo urbano: nadie diría que allí se fabricaron planes funestos de persecución y exterminio. Ni que detrás de ese conjunto simétrico de ventanas luminosas trabajaron los cerebros de un terrorismo de Estado todavía repleto de huecos y misterios. Este edificio con fachada de fondo amarillo y relieves rosa pálido podría ser la compañía de seguros que fue hasta 1917 o el correo, y no el lugar donde se interceptaba y analizaba la correspondencia, y donde se torturaba y encarcelaba a disidentes, y se proyectaba el submundo del gulag. Podría ser cualquier cosa menos lo que fue y sigue siendo: la sede principal de la policía secreta rusa hoy llamada Servicio de Seguridad Federal. Esa institución que nació como la Cheka, y que cambió tantas veces de nombre y siglas como tantas veces necesitó “lavarse la cara”, siempre será la KGB o Comité para la Seguridad del Estado.
EL MUNDO DE LOS NIÑOS Y DE LOS ADULTOS. Adelante, la juguetería Desky Mir. Atrás, la Llubyanka donde funcionó la KGB.
Contrapartida de la CIA, en la Lubyanka -aún- funciona el más legendario de los aparatos de inteligencia. Ese poder en la oscuridad heredado de la paranoia del zarismo se hizo célebre después de la Revolución Bolchevique gracias a agentes capaces de abandonar su vida por la causa y a la ejecución quirúrgica de misiones imposibles, como la Gran Purga de Stalin. Tantos secretos guarda la Lubyanka que al escudriñar su aureola inocente resulta inevitable caer en la conspiración intergaláctica e imaginar, por ejemplo, que detrás de los cristales hay hackers pergeñando la desestabilización electoral de Occidente.
El espejismo se agiganta porque a menos de 100 metros de la Lubyanka está el edificio que es sinónimo del “terror”: el Colegio Militar de la Corte Suprema de la Unión Soviética que, so pretexto de “contrarrevolución”, teatralizó los juicios por traición y sabotaje de la década de 1930 que terminaron enviando al patíbulo a todo aquel que implicara una amenaza real o potencial para el estalinismo. Tapado por telas que le confieren un aura espectral, los restos del Colegio pasan inadvertidos entre tiendas; las ferraris, y los maseratis rojos y azules que exhibe una concesionaria de autos deportivos de alta gama; los cimientos de una iglesia que en su momento perteneció a la ampliación del Kremlin y la estatua que evoca la introducción de la imprenta en Moscovia durante el reinado de Iván “El Terrible”.
La hamburguesa lo mató
Justo al frente del Colegio Militar está Detsky Mir o El Mundo de los Niños: la juguetería fundada en 1957 para demostrar al planeta que las nuevas generaciones de comunistas rusos no sólo no pasaban privaciones sino que accedían a iguales o mejores juegos que los infantes estadounidenses. “La ubicación de la tienda en el área de la Lubyanka no fue casual: una calle separaba al mundo terrorífico de los adultos del Mundo de los Niños”, acota Pasha. Y hablando de la niñez y de mundos que no deberían cruzarse nunca, menciona a Pável Trofímovich Morózov, el más famoso de los niños soviéticos. “La leyenda cuenta que Pável denunció a su padre por traicionar al régimen y que, cuando este fue ejecutado, los Morózov asesinaron al chico entregador. Pável se convirtió en un mártir y la propaganda estalinista se encargó de presentarlo como el ejemplo a seguir: para el comunismo, la lealtad al Estado estaba por encima de la familia”, relata el guía y se detiene ante el Hotel Metropol, cuya planta baja alberga la tienda de Valentino. Allí donde los maniquíes exhiben confecciones de alta costura y precios astronómicos alguna vez vivieron y trabajaron altas autoridades soviéticas, y el propio Lenin aleccionó al pueblo desde el balcón. El hotel volvió a ser un reducto de lujo y del pasado de comité bolchevique apenas queda una frase añadida a la fachada en 1919: “sólo la dictadura del proletariado es capaz de liberar a la humanidad del yugo del capital”.
El Metropol no es la única escena soviética colonizada por las grandes marcas de la moda global. A 850 metros al noroeste, el archivo rojo por excelencia, el Instituto Marx-Engels-Lenin, está rodeado por las boutiques de Prada, Louis Vuitton, Cristian Loboutin y siguen firmas. “La historia ‘obligó’ a los padres del comunismo cuyos relieves decoran el frente del Instituto a convivir con el capitalismo que pretendieron erradicar”, dice Pasha sin perder la compostura. Toda el barrio es un homenaje al mercado: las mansiones burguesas que durante el socialismo se transformaron en viviendas colectivas al mejor estilo “Doctor Zhivago” recuperaron su esplendor perdido de la mano de tiendas que no titubean en ofrecer zapatos que como si nada cuadriplican el sueldo mínimo de un trabajador ruso. En una demostración impecable de que bajar el piso es la mejor forma de que casi todos se sientan altos, el salario más bajo ronda los 7.500 rublos o 2.270 pesos argentinos.
El tour con Pasha finaliza en la Plaza Pushkin, el lugar donde disidentes y opositores suelen congregarse para protestar y terminar religiosamente detenidos. Justo al otro lado del paseo está el primer Mc Donald’s de Rusia. Este restaurante de los arcos dorados no sólo es el más exitoso del país: también viene a ser un emblema de la caída de la URSS. El Mc Donalds abrió el 31 de enero de 1990, antes de la desintegración del bloque, y, para sorpresa de propios y extraños, batió un record de ventas. Más de 30.000 consumidores hicieron varias horas de cola para probar la Bic Mac. La hamburguesa era una novedad en Moscú y la hamburguesa pudo más que todos los prejuicios. Pasha se aleja rumbo a la estación de metro Plóshchad Revolutsii y se pierde antes de que la ficha caiga. Quizá el comunismo “murió” el mismo día en el que nació el Mc Donald’s de la Plaza Pushkin.
Sigue la serie
El 25 de octubre de 1917 del calendario juliano sucedió la gran revolución del siglo XX. A partir de ese hito y durante más de siete décadas, Rusia fue símbolo del socialismo, y del rechazo al viejo orden europeo y occidental. La desintegración del régimen en 1991 puso fin catastróficamente al mayor experimento de comunismo e igualdad. A un siglo de su consecución, LA GACETA repasa esta historia mediante una serie de publicaciones elaboradas donde ocurrieron los hechos. En la edición de ayer: “Pasan los ‘poderes eternos’, el Kremlin permanece”. Mañana, una entrevista con un historiador ruso que reflexiona sobre las raíces del autoritarismo.